Clara y Gonzalo

 Deambulando por la linde entre cordura y desvarío, ahí se encuentra la irónica virtud de la evolución, de la transformación, en último instante, de la metamorfosis. Proceso durante el cual te aferras a aquellos recuerdos que te mantienen con vida, marcando la sístole y diástole de tus días. Mientras te ahogas en las mismas lágrimas, y no paras de hurgar en esa herida que no deja de sangrar. Estando latente el masoquismo, fijándose en lo más profundo de los engranajes de tu rutina: alarma, ducha, trabajo, comida, entrenamiento, trabajo, cena…

Sonaba “Purple Haze” de Jimi Hendrix en mi reproductor mp3, el reloj marcaba las 03:47 y deposité en él toda mi fe en que esa fuera la hora exacta. Tan exacta como el fino trazado que realizan los cirujanos en una operación con su bisturí. Sin titubeos, un corte preciso, estricto y conciso. Un corte del que dependía la vida de una persona. Así me sentía yo, como si lo que hiciera fuese determinante en la vida de una persona.

Decidí encenderme un cigarro. Pasó un minuto, después otro…Cuatro, tres, dos, uno. Miré otra vez el reloj, las 03:50. La puerta de abrió y salió de ella, desprendiendo su característico olor a vagabundo que lleva tres semanas debajo de un puente durmiendo entre bolsas de basura y cajas de cartón. No estaba sólo, iba acompañado de un par de punkis más. No me importaba.

-Gonzalo…

-Clara, ¿qué haces aquí?

-No lo hagas, no te mientas -las lágrimas amenazaban con salir disparadas cual cascadas. Acompañadas de ira y rabia, pero no lo hicieron, las supe controlar- no les creas.

Me miró confuso, una mirada que se perdió en el vacío. Entonces me abrazó, y no dijo nada más, no hizo falta. Yo le entendí, y él lo supo. Me puso su chaqueta por encima y se fue.

Coches policía, ambulancia, bomberos. Todos ellos acudían al mismo sitio. La televisión lo estaba retransmitiendo en directo, la radio también. Para el resto de el mundo fue un día trágico, para mi más. Me vestí de negro, pero no hacía falta ninguna prenda para ver lo oscura que estaba mi alma, mi corazón. Fui al bar en el que nos conocimos, para desde allí despedirlo, tomando una caña. No se me ocurrió una forma más cruel y elegante a la vez.

La televisión sonaba de fondo.

“Nos encontramos frente al congreso de los diputados donde hace apenas unos instantes ha ocurrido un atentado contra el que sería el próximo presidente del estado, José Francisco. La policía ha detenido a tres sospechosos que, según testigos, lo dispararon a quemarropa cuando se bajó del coche. José Francisco ha sido trasladado al hospital en un estado crítico…”

El primer día después de lo sucedido lo dediqué a evitar todo el contacto con el exterior. Me encerré en montones de libros, cafés, tabaco, y la compañía de mi perro. El segundo y el tercero, lo mismo.

Al cuarto día, se celebró el juicio. Fueron juzgados como terroristas, y se les aplicó la pena máxima posible. Una vez más, la justicia en España había fracasado, y yo lo sabía. Me sentía en mi deber de contarlo, de que la gente supiera la verdad.

Una semana antes del atentado, Gonzalo me estuvo explicando como miembros del partido contrario al de José Francisco le iban a dar una identidad falsa y dinero a cambio de matar a una persona. Yo le rogué que no lo hiciera, le supliqué y le supliqué. Le dije que no lo hiciera. Por nosotros, por tener un futuro juntos. Pero era imposible hacer entrar en razón a una persona que ya está condenada en vida. Y me dolía, era el dolor más profundo que he sentido nunca. Su verdad nunca sería escuchada. Moriría engañado, como un terrorista. Cuando en realidad, dedicó toda su vida, a hacer el mundo más bonito. Gonzalo trabajaba de camarero, tocaba la guitarra, y escribía poesía. El último poema que me pudo dedicar decía así.

Siempre había pensado
que se perdía a alguien
cuando te alejabas.
Pero ignoraba
que tus pasos hacia mí,
aumentaban la distancia
que existía entre ambos.

Pero ahora ya nada tiene sentido. Intenté publicar la realidad en el periódico, pero me amenazaron con quitarme la casa y hacerme la vida imposible si lo hacía.

Así que aquí estoy, dejando por escrito mis últimas palabras. Esperando que se escuchen algún día, porque yo, me he cansado de gritar contra un muro que no quiere escuchar la verdad, la sociedad.

Mi nota de suicidio, Clara.

La carta cayó en manos del policía que la encontró muerta en su casa. Años más tarde se publicó un fragmento en un documental que se hizo sobre el atentado. Pero nadie hizo ni dijo nada. Simplemente todo siguió igual. El pobre siguió siendo pobre, el rico siguió siendo rico. Y la información siguió siendo el bien más valioso y en el que más mentiras había.


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